lunes, 21 de abril de 2014

La gavilla de zombies asesinos y consumidores


“El único mito moderno es el mito de los zombies”               Gilles Deleuze

Freud calificó a la comunidad humana como una gavilla de asesinos reunidos en torno a ciertos acuerdos mínimos, con el fin de sostener algún nivel de convivencia. El aparato psíquico nace como consecuencia de esta cesión de satisfacción negociada: es el resultado  de la colonización de un cuerpo a manos del lenguaje. Tras la conciencia moral que atempera y encauza los impulsos queda velada, entonces, nuestra condición de meros objetos. Todo el campo de la experiencia está al servicio de negar y rechazar esta excepción ominosa que sin embargo compartimos. Así, la represión primaria es la condición de la palabra. Luego, pacto mediante, emergen algunas realidades como la moral, la justicia, y sobre todo el amor, esa llave que nos habilita para acceder al punto más alto de nuestra condición humana: la sublimación. Por ejemplo, las Madres de Plaza de Mayo constituyen un acontecimiento en la historia argentina porque su discurso, lejos de corromperse con la indignidad de la reconciliación y el olvido, atravesó el odio al protagonizar una inigualable gesta por la memoria y la justicia. Así, elevar el objeto a la dignidad de Cosa[1] es también hacer de un pañuelo un símbolo excepcional, un vacío propicio para el advenimiento de Otra Cosa.

La excepción mal-dita

Sin embargo, en el mismo país que alumbró esta cumbre ética, irrumpen zarpazos de aquel real oscuro, marca indeleble de nuestra condición de seres hablantes. Por ejemplo, desde hace pocas semanas algunos compatriotas –supuestamente incluidos dentro de esa difusa categoría denominada gente honesta- han actualizado el aserto freudiano: no somos más que una gavilla de asesinos. En efecto, aquel odio olvidado tras las barreras de la represión compartida, ha emergido bajo la figura de los linchamientos. A trazos gruesos se trata de lo siguiente: varios anónimos se ponen de acuerdo para golpear a un semejante hasta destrozarle los órganos vitales y matarlo. El entusiasmo es tan llamativo como contagioso, basta una señal para que una estampida de voluntarios se haga presente en el convite.  La conciencia moral se cortocircuita y se liberan los impulsos, tal como refiere Freud al describir los resortes subjetivos que componen la fiesta totémica.  Vale destacar que no hay lazo social entre los miembros de la horda victimaria. La condición anónima que los distingue hace imposible el testimonio compartido o la transmisión de la experiencia. El acto criminal queda encriptado en el sórdido encierro de la individualidad. 
No obstante, a falta del testimonio responsable aparece la sistematización industrializada de un delirio compartido. Esto es: programas de televisión, notas de opinión y columnas radiales dedicadas a comentar -en plena vigencia del estado de derecho- si está bien o mal matar a un semejante. Meros artilugios semánticos para disfrazar el espasmo ominoso de la segregación. Se invierte así la ecuación de la sublimación: al reducir una persona a la mera condición de objeto, se deposita en una excepción –el motochorro, por ejemplo-  la alteridad radical que nos habita. De esta manera, el semejante se constituye como el espejo de nuestros más oscuros aspectos, eso que el lenguaje falló en simbolizar: una excepción mal-dita. Forcluido el vacío que propiciaba la sublimación, la violencia aparece como el único destino posible del impulso.
En su texto titulado La indignidad del estado terrorista argentino Osvaldo Delgado afirma: “Los seres humanos, tanto en forma individual como colectiva, no aceptan, rechazan sus propios aspectos oscuros, sus partes malditas, como las llamaba Bataille. ¿Cómo se defienden de esto? Pues, se lo atribuyen a otro u otros. El odio hacia sus aspectos oscuros lo desplazan hacia el exterior. Además, como el otro, siempre tiene un modo de satisfacción diferente al propio, esa extranjería es tomada como hostil. Tomar lo diferente, lo extranjero, “lo que no es como uno”, como enemigo, es el fundamento de la segregación en todas sus formas. Atacar a lo extranjero, odiando lo oscuro propio, desplazado a otro, u otros, le permite a las personas creer tener una imagen unificada y bella de sí misma”[2].
Así, lejos de aportar bienestar, confianza o solidaridad, la lógica del linchamiento introduce en la convivencia  una suerte de ansia paranoica. Es que, habida cuenta de que cualquier vecino puede convertirse en asesino, aparece la dimensión de lo siniestro,  eso familiar que –tal como Freud refiere- se vuelve extraño. A la luz de esta perspectiva que introduce el deterioro del lazo social en el propio barrio o edificio, se abre un horizonte de análisis para abordar crímenes como el de Angeles Rawson, la adolescente muerta a manos del encargado que la vio crecer desde que era una niña.  

El estado de excepción

A partir de la figura del “Homo sacer” -es decir del hombre reducido a su mera condición de viviente, sin derechos ni dignidad simbólica-, Giorgo Agamben describe el denominado estado de excepción. Se trata de una figura jurídica contemplada en el derecho romano, de la que se echaba mano con la excusa de preservar la supervivencia del estado. La condición a la que el terrorismo de estado redujo a las personas durante la dictadura cívico militar que asoló a nuestro país, se asimila al  estado de excepción. De la misma forma que la cárcel de Guantánamo, en la que Estados Unidos mantiene prisioneros sin amparo jurídico alguno, representa una suerte de terrorismo de estado a nivel globalizado. No en vano, en su tesis sobre los genocidios, Daniel Feierstein[3] propone considerar que la eliminación sistemática de personas a lo largo de la historia siempre se ha presentado bajo la forma de procesos de reorganización nacional.
Ahora bien, en un estado de derecho: ¿Cómo pensar la loca irrupción que en cuestión de segundos transforma a “un ciudadano de bien” en un anónimo criminal?  Al respecto, se haría oportuno interrogar el éxito que en la actualidad cosechan series como Breaking Bad, esa saga en la que un respetable padre de familia se transforma en un inescrupuloso narcotraficante, con tal de legar a sus herederos algún dinero antes de morir.  Bien podríamos considerar que el protagonista no es más que un neurótico, al que la cercanía de la muerte le trastoca los tantos en la grilla de su conciencia moral. Al fin y al cabo, El Padrino de Coppola también era un padre que decía cuidar a su familia. Sin embargo, quizás, en la irrupción de la gavilla linchadora medie otro sustantivo factor. La amenaza del robo de un celular, de una cartera o de un attaché no parece asemejarse al terror que insufla el terrorismo de estado, la inminencia de la muerte o la amenaza de la exclusión ¿Qué loca dimensión aparece en esta horda justiciera compuesta por ciudadanos honestos pero asesinos?

El discurso de la seguridad

En su texto Cómo la obsesión por la seguridad hace mutar la democracia[4], Giorgio Agamben observa: “Los procedimientos de excepción se dirigen contra una amenaza inmediata y real que debe ser eliminada mediante la suspensión por un tiempo limitado de las garantías legales; las "razones de seguridad" de las que se habla hoy en día constituyen, al contrario, una técnica de gobierno normal y permanente”. De esta manera el filósofo describe un paradigma de poder que se sirve del discurso de la seguridad con el objetivo puesto “no ya en la prevención de problemas y desastres, sino en la capacidad de canalizarlos en una dirección útil”. Y luego destaca:
“Hay que valorar el alcance filosófico de esta inversión que trastoca la tradicional relación jerárquica entre las causas y los efectos: porque de nada sirve o en todo caso es costoso gobernar las causas, es mucho más útil y seguro gobernar los efectos. La importancia de este axioma no es despreciable: (…) Es igualmente lo que permite comprender la convergencia por otra parte misteriosa entre un liberalismo absoluto en economía y un control de seguridad sin precedentes.” (Ecuación que por cierto en nuestro país hoy cuenta con notables predicadores).
Al indagar la naturaleza de esta “utilidad” citada por Agamben, bien podemos convenir en que el laissez faire propio del liberalismo económico consiente -o incluso incentiva- el delito, con el fin de exacerbar la fetichista atracción que la mercancía ejerce sobre las personas. Así, la estigmatización que algunos discursos desarrollan contra las capas más vulnerables de la sociedad sería funcional al consumo, la fascinación por las marcas y la ilusión de una satisfacción permanente. O sea: el miedo, el odio y la segregación como condiciones de goce para el sujeto propietario.
Hasta aquí, se insinúa una maniobra de tono neurótico, es decir: mucho más allá del valor de uso de un bien, lo que cuenta a la hora de la satisfacción libidinal consiste en poseer aquello de lo que el semejante carece, estrategia fácilmente palpable en el fenómeno de la moda o los consejos con que la publicidad agita el ansia consumista:  “no te quedes afuera”, “seguí la manada”, etc.  Sin embargo, el pasaje al acto asesino -ejercido por personas que no se asumen como criminales o delincuentes-, amerita una vuelta más en el análisis. En efecto ¿cómo pensar este delirio por la seguridad y el control que empuja al liso y llano exterminio del semejante?

La cosificación del sujeto de consumo

Al comentar el derrumbe del universo religioso correlativo al advenimiento del capitalismo, Slavoj Zizek[5] señala que, junto con un desplazamiento del valor de uso de las cosas a su valor de cambio, se suscita un deslizamiento en las creencias. Ahora, son las cosas las que creen por nosotros. De esta manera, al formular que los gadgets - esos objetos de consumo con que el neurótico acalla su angustia- creen por nosotros, Zizek insiste en el lugar de fetiche al que un sujeto queda fijado por las significaciones gestadas desde un inquietante poder otorgado a las cosas.
O sea, para decirlo todo: en virtud del delirio de seguridad que los medios nos instilan en forma cotidiana, terminamos matando gente por un celular, una cartera o un attaché. Lejos del vacío que propicia la sublimación, el individuo del consumo, el sujeto agente que Lacan propuso en su discurso capitalista para describir el empuje a gozar que gobierna nuestros pasos, es hoy –bajo la lógica del linchamiento- un puro reflejo del zombie.

Los zombies

Los zombies constituyen una recreación monstruosa del límite entre la vida y la muerte, seres encarnados en cuerpos sin deseo que caminan, gesticulan y actúan gobernadas por una voluntad mortífera. El mundo de los zombies no tiene afueras, no hay fantasía, metáfora, ilusiones ni sueños, solo una mirada ausente que refleja nuestros más terribles fantasmas. Heredero de la represión colonial haitiana, la figura del zombie adquirió carta de ciudadanía en el siglo XX merced a los films de Georg Romero, cuyas sagas recrearon la insensibilidad y el automatismo de las sociedades embarcadas en la vorágine consumista. Tanto que el filósofo Gilles Deleuze llegó a afirmar que el único mito moderno es el mito de los zombies. Hoy el término ya se ha incorporado al lenguaje cotidiano y se emplea para designar a quien se muestra distraído, ausente o desorientado.
Daniel Korinfeld, Daniel Levy y Sergio Rascovan expresan: “Lo que llamamos narrativa zombie parece ser un concentrado de ciertos fantasmas contemporáneos; con frecuencia algunos de esos fantasmas sociales toman como objeto a jóvenes, lo cual contrasta con la idealización y fascinación que la juventud y lo joven producen hoy en el mundo adulto. (…) Hay que encerrarse y protegerse, porque cualquier caminante, el otro, el vecino, el familiar, puede ser quien próximamente nos asesine. El familiar, lo familiar, se puede convertir en extraño rápidamente. Ese otro, convertido en extraño aterrorizante, nos amenaza, nos va a atacar y contagiar, nos va a contaminar y a convertir en aquello que tememos. (…) El vecino, incluso el familiar una vez deshumanizado, podrá ser nuestra próxima víctima, recibirá un disparo certero en su cabeza y eso estará plenamente justificado por el nuevo estado de las cosas”[6].
Para concluir, hace cien años Freud decía: “Así, también nosotros, si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos. Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales; bajo el fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, hace tiempo que la humanidad se habría ido a pique, incluso los mejores y más sabios entre los hombres, y las mujeres más hermosas y encantadoras”[7].
¿Será que en el siglo XXI la gavilla -compuesta por zombies consumidores, honestos, anónimos y asesinos-, ha pasado al acto? Por lo pronto, pareciera que la batalla ética a la que la época nos convoca consiste en preservar el vacío de la palabra, allí donde el mundo siempre encuentra un afuera donde respirar de la loca demanda del zombie.


 Sergio Zabalza





[1] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 7, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1998, clase 10 del 3 de febrero de 1960. 
[2] Texto incluido en  Consecuencias subjetivas del terrorismo de estado, de próxima publicación en Editorial Grama  (Autores varios).
[3] Citado en Osvaldo Delgado, op. cit.
[4] Girgio Agamben, Le Monde diplomatique, marzo 2014.
[5], Slavoj Zizek: “La comedia política de la encarnación”, conferencia pronunciada en Buenos Aires con motivo del lanzamiento de su  libro El Títere y el Enano. El núcleo perverso del cristianismo. 3 de mayo de 2005.
[6] Daniel Korinfeld, Daniel Levy y Sergio Rascovan , Entre adolescentes y adultos en la escuela. Puntuaciones de época Editorial Paidós. . Fragmento publicado en
[7] Sigmund Freud, De guerra y muerte, en Obras Completas, A. E. tomo 14, p.298.