miércoles, 14 de abril de 2010

La verguenza y la culpa

DOS DIMENSIONES EN EL ANUDAMIENTO DEL LAZO SOCIAL

David Warjach[1] – Diego Zerba[2]


¿La vergüenza es lo mismo que la culpa? Responder que no quizás sea un trámite rápido, dar argumentos que sustenten la respuesta seguramente no. Nosotros tomaremos las páginas de este artículo para intentarlo.

En primer término ubicamos dos polos: la futilidad y valor. En tal sentido dice Jacques Lacan:
“No vale la pena morir por ello, se dice a propósito de cualquier cosa, para reducirlo todo a la futilidad. Dicho de la forma en que se dice, con este fin, se elide el hecho de que la muerte es algo que pueda merecerse”[3] (Lacan, 1992: 196).
Para comenzar convengamos que el valor suma o resta. En cambio la futilidad es radicalmente ajena al valor. Es lo que queda cuando se ha perdido todo valor. No solamente se lo ha perdido sino que además ni siquiera se ha advertido su extravío. Un ejemplo muy apurado al respecto es el de los personajes mediáticos, cuya única acreditación es esa: la de ser personajes mediáticos. No vale la pena dar nombres. En tal sentido no nos desviaremos de la tarea argumental empeñada (hasta en una de esas podemos llegar a merecer la muerte por eso).
Puede plantearse que la desvergüenza es solidaria a la futilidad, cuando queda como primera propiedad evidenciada por un discurso que no da cabida a ningún otro. La fórmula de la relación desvergüenza – futilidad puede enunciarse más o menos así: ¡miren: es eso, no hay otra cosa! En cambio si sostenemos que un discurso establece un tipo de lazo social, en principio tenemos la vergüenza de no formular que existe uno solo. Desarrollando estas líneas plantearemos que la vergüenza y la culpa inciden decisivamente en el anudamiento de lazos sociales diferentes.
A partir del momento en que Freud despejó la estructura libidinal de la masa, los psicoanalistas hemos tomado a ésta como referencia recurrente al momento de hacer alguna consideración sobre la lógica que constituye lo colectivo[4]. Y como al introducir dicha estructura en sus elaboraciones, Freud dejó planteado que toda masa genera su moral, y que toda moral, es moral de una masa, la culpa - en tanto solidaria a la moral - quedó ligada al efecto de masa. Fue así que Freud comenzó a concebir la culpa como una pandemia que se extendía sobre la civilización, en contrapunto con el sujeto y la afirmación de su deseo. Sin embargo, la idea de que es indiferenciable la estructura del sujeto del inconciente, de la de la cultura – referencia inevitable en los mismos textos de Freud – puso sobre aviso que quizás otra lógica de lo colectivo debía concebirse.
En oposición a la extensión del efecto “masa – moral”, se desprenden otros efectos, a veces claramente contrastados con aquél, y otras, sumamente confundidos. Uno que en nuestros días ha conseguido carta de ciudadanía entre los llamados “trastornos mentales”, es el pánico, acompañado por el ineludible carácter de advenimiento abrupto y avasallante denunciado por los términos que suelen precederlo: “ataque de”. Siguiendo los lineamientos que Freud nos ha dejado sobre la estructura libidinal de la masa, el pánico es aquel afecto que invade a los miembros de la misma cuando se ven disueltos los lazos que los unen entre sí, por ruptura del lazo – de carácter primario – con su líder, o lo que es lo mismo, con el objeto que habían ubicado en el lugar del ideal del yo. Por esto, si bien el pánico se ubica en relación a la masa, lo hace en el punto exacto en el que ésta deja de ser.

Independientemente de cuál sea la realidad que se le adjudique al denominado “ataque de pánico” debe reconocerse, por lo que revelan los pacientes que dicen padecerlo, que - salvo excepciones – no lo exhiben públicamente, o por lo menos, hacen esfuerzos denodados por no exhibirlo. Generalmente dichos esfuerzos incrementan el malestar clínico, constituyendo, curiosamente, parte del cuadro descrito por los manuales de psiquiatría. Invariablemente el motivo por el cual se intenta ocultar queda en las sombras, apenas entrevisto como una difusa vergüenza. Difusa, imprecisa, a veces titubeante, pero no por eso menos eficaz. Decía una paciente: “Yo no sabía qué me pasaba, sufrí durante muchos años esos problemas. Hasta que un médico me dijo de qué se trataba. Eran ataques de pánico. Claro, antes todavía no se había descubierto”. Sin embargo, que hubiera conseguido darle entidad reconocida a lo que padecía, no había evitado que “por vergüenza” hiciese lo posible para ocultar todo indicio de su padecimiento.


La vergüenza sorprende, irrumpe, muchas veces desorienta. Especialmente cuando no se hace posible ponerla en la cuenta de la culpa. Esto es lo que sucede cuando uno se detiene en el testimonio que da Primo Levi en su libro “La Tregua”, al relatar la sensación de los prisioneros del campo de concentración nazi ante la llegada de los soldados soviéticos en el momento de la liberación: “Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien…”[5]. Luego, el mismo Primo Levi, en “Los hundidos y los salvados” dedica un capítulo a analizar la vergüenza del prisionero del campo, y aun del sobreviviente[6]. Allí, mediante un recurso ciertamente remanido, cierra el interrogante que había quedado abierto: Si hay vergüenza, es por culpa, al punto de hacerse ambas indiferenciables. Un pan no compartido, una mezquindad al momento de aprovechar el tenue hilo de agua que se había encontrado, el haber mantenido la vida mientras otros sucumbían, esto es: “vivir en lugar de otro”, todos estos podrían ser motivos de culpa, y por lo tanto de vergüenza, del sobreviviente. Giorgio Agamben se percata de que estas conclusiones velan una verdad a la que el mismo Primo Levi se había acercado, y en “Lo que queda de Auschwitz” se extiende en un análisis que se orienta hacia la explicación de la vergüenza sin referencia a culpa alguna. Sus argumentos son diversos, sólo expondremos aquí la mención a un hecho tomado del testimonio de Antelme. Un hecho nimio, pero revelador. Se trata del rubor que había invadido el rostro de un joven italiano en el momento inmediatamente previo a ser fusilado por un oficial de las SS durante la evacuación que los nazis realizaron del campo de Buchenwald, una vez que la derrota ya se había producido y la llegada de las tropas aliadas era inminente. Ese rubor se había producido después de que el joven se había percatado de que en ese momento el elegido para ser asesinado era él y no otro. “Es difícil olvidar el rubor de este anónimo estudiante de Bolonia, muerto durante la marcha, solo, en el último momento, en el borde de la carretera junto a su asesino”[7]


Nada en particular ameritaba que hubiese sido él el elegido. Nada permitía discernir porqué moriría él y no otro. La vergüenza no podría entonces ser por vivir en lugar de otro. Aún oscura en su determinación, la vergüenza se revela aquí como dimensión constituyente del sujeto, y previa a cualquier involucración del peso de un valor moral que pudiera inducir la culpa. “Se aclara ahora en qué sentido la vergüenza es verdaderamente algo como la estructura oculta de toda subjetividad y de toda conciencia.”[8]. Al mismo tiempo, brinda un indicio de un vínculo social, una lógica de lo colectivo, que sin dejar de constituir la subjetividad en referencia al otro, no se confunde con la lógica constitutiva de la masa. Es más, puede plantearse que se recupera en el instante en que la masa cesa.

La vergüenza es indisociable de la mirada. Para pensar su anterioridad lógica respecto del tándem “moral – culpa”, es necesario tener en cuenta esta primera relación que indicamos. Lacan la plantea en esto términos: “la preexistencia a lo visto de un dado a ver”[9] Un dado a ver puede ser tomado desde distintas posiciones por el otro. Una puede ser avasallándolo con la mirada. Pongamos el siguiente ejemplo extraído de la observación de un niño pequeño: “Para la misma época en que cumple un año, su mamá comenta que Manuel está intentando caminar sin ayuda. En principio se mantiene quieto en brazos de alguien, hasta que se lo coloca en el suelo. Puesto en el piso no manifiesta más interés por estar allí que por quedarse en brazos. Se aferra con las manos a la silla y mira a su alrededor. Amerita la conjetura de que encuentra un puerto seguro, para proveerse él mismo lo que el ambiente no da. La actitud de la mamá cambia bastante en cuanto se le acerca un niño tres meses menor que él: se pone seria, no parece disfrutar de que su hijo interactúe con otro niño. Su atención se desliza a este otro niño que, a sus nueve meses, camina sin mayores dificultades y es bastante simpático y sociable. Finalmente no tolera más la situación, lo toma nuevamente en brazos y se sienta”[10]. Al volver su atención a Manuel su mirada lo borró del lugar en el que estaba para aferrarlo a sus brazos. Otra puede ser, como plantea Donald Winnicott, la posición de espejo que le permite al niño la experiencia de existir: “El hecho de yo existo es visto o comprendido por alguien (…) Me es devuelta (como la imagen de un rostro reflejado en el espejo) la evidencia necesaria para saber que he sido reconocido como ser”[11] . Por esta vertiente la vergüenza se hace presente, cuando el niño es sorprendido por la mirada en el preciso momento en que se encuentra a solas. Retornamos a Winnicott para referirnos acerca del alcance que tiene la noción de “estar a solas”.
Él plantea la paradoja de “estar a solas cuando otra persona se halla presente”[12]. No se trata de un recurso metafórico, sino que “su misma realidad espacial es otra que la del mundo interno y externo”[13]. Su comienzo es temprano y se hace posible, en primer término, por la función de la madre que despierta confianza en el niño a partir del apoyo que le brinda al yo. Esta función sostiene la experiencia de omnipotencia del bebe, en tanto primera manifestación de la creatividad como condición esencial de lo humano, que al presentarse con el geto espontáneo es el puntapié inicial para el desarrollo del yo en el sentido del Verdadero self. En una vertiente que reúne a Winnicott con Freud, este inicio es consustancial a las dos decisiones del juicio que se articulan en el siguiente orden: atribución y existencia[14]. Sólo después de la configuración de esta secuencia, que permite inicialmente atribuir lo bueno al yo y expulsar lo malo al exterior (yo placer originario), y luego poder encontrar lo que está representado en el yo como percepción exterior (yo realidad definitivo), se establece un adentro y un afuera[15]. El proceso de constitución de un adentro y un afuera le permite a Winnicott pensar la transicionalidad, como una configuración subversiva del espacio respecto de los clásicos recursos de la geometría euclideana. Su despliegue da cuenta de la lógica que construye al objeto junto a la posibilidad de su uso, más allá de las clásicas formulaciones respecto la relación de objeto (muy desarrolladas por el kleinismo). Este autor indica el mencionado proceso marcando las siguientes secuencias: “A. El niño y el objeto se encuentran fusionados. La visión que el primero tiene del objeto es subjetiva, y la madre se orienta a hacer real lo que el niño esta dispuesto a encontrar. B. El objeto es repudiado, reaceptado y percibido en forma objetiva. Este complejo proceso depende en gran medida de que exista una madre o figura materna dispuesta a participar y a devolver lo que se ofrece”[16]
En su desarrollo también se advierte una tensión entre la configuración del yo y la pulsión, en los términos que trataremos a continuación. Dentro del mismo, en un movimiento de ir y venir, la madre cumple la doble función de “ser lo que el niño tiene la capacidad de encontrar y (alternativamente) ser ella misma a la espera que la encuentren”[17]. Esto permite una experiencia de control mágico sobre el objeto, que es el correlato de la omnipotencia en la configuración del yo. Tanto una como otra no son sin la sublimación de la pulsión. Si bien la creatividad es propia del yo en el sentido expuesto, sin la sublimación fracasa. En tal sentido la función ambiental que encarna la madre apunta a que no se produzca ese fracaso.
Por su parte el juego se basa en la actualización de la paradoja relacionada con el objeto, consistente en encontrar lo que ya estaba ahí. Winnicott piensa al primero incorporando dos secuencias más a la construcción del espacio transicional: “C. La etapa siguiente consiste en encontrarse solo en presencia de alguien. El niño juega entonces sobre la base del supuesto de que la persona a quien ama y que por lo tanto es digna de confianza se encuentra cerca, y que sigue estándolo cuando se la recuerda, después de haberla olvidado. Se siente que dicha persona refleja lo que ocurre en el juego. D. El niño se prepara ahora para la etapa que sigue, consistente en permitir una superposición de dos zonas de juego y disfrutar de ella (…)[18] Así el niño y el adulto pueden efectuar un ida y vuelta al espacio transicional, a partir del cual, por ejemplo, el primero use un repasador de la madre como la capa de Batman, o el segundo un pequeño cartón con un dibujo alargado como as de espada.
De tal modo la confianza que posibilita estar solo en compañía de alguien, como condición del juego, deviene “de la experiencia, vivida en la infancia y en la niñez de estar solo en presencia de la madre”[19]
Esta es la condición inicial para que –entre otras cosas- haya estructura libidinal de la masa.
Podemos decir que la masa subroga la capacidad de estar a solas, en tanto resulta del movimiento regresivo de la identificación que sigue un sentido opuesto a la configuración del yo. Pone el énfasis en la omnipotencia de la mirada del otro; por lo tanto suspende la capacidad de estar a solas y la mirada no sorprende sino que se instala como la evidencia obscena de un dominio inapelable. Cuando cae la mirada junto con el líder, la vacilación le devuelve el carácter sorpresivo a la primera, y de repente un integrante de la masa puede encontrarse a solas y descubierto en esa situación. Experimenta en ese instante que la moral no le impone un modo de gozar, conforme a la relación obscena que constituía con los otros integrantes de la masa, en la que el yo empobrecido de cada uno resultaba del investido libidinal del líder. Para articular esa relación obscena con la secuencia que configura al yo, decimos que este queda completamente enajenado al exterior de donde proviene la mirada omnipotente. El modelo arquitectónico del panóptico, que funda los dispositivos de encierro, es un excelente ejemplo. Se convierte en superlativo cuando se trata de un campo de concentración.
El acto de vergüenza de descubrirse desnudo recupera la afirmación del deseo, con la vacilación de la mirada del otro. Se sale de la eterna desnudez sin privacidad sostenida en nombre de la lealtad a la masa. Queda suspendida la moral y la culpa multiplicadora del goce, o para decirlo en los términos de la segunda tópica freudiana: el súper-yo interrumpe sus servicios de abogado del ello. El precio a pagar es el pánico. Este apura el movimiento de taparse en tanto ha recuperado valor la desnudez. Es decir que la segunda no puede ser sin la primera. Podemos decir que el pánico tiene la dimensión positiva del encuentro a solas con el otro cuando se dispersa la masa. Así la vida de cada uno cobra valor, alejándose de la futilidad impuesta por una mirada que no admite más allá. Esta última encarna un discurso desvergonzado que se proclama único. ¿Pero qué nos obliga a tomar la futilidad de la manera enseñoreada como se presenta hoy por hoy? ¿Cuál es la razón para no mirar más allá de las narices de nuestra masa correspondiente, que merced al dominio del mercado se ha convertido en target? ¿No podemos considerar otros lazos sociales ajenos a sus coordenadas que recuperen la dimensión de la vergüenza?
Cuando la ausencia de vergüenza va adquiriendo la extensión inédita que presenciamos en nuestros días, y se multiplican los espacios en los que la segregación se acentúa, la consideración de una lógica de lo colectivo que no conlleve dichos efectos se hace necesaria. El hecho de que Winnicott haya pensado el agrupamiento humano en la dimensión del espacio transicional, y haya concebido a éste constituido por una articulación paradojal, brinda las bases para entender la posible existencia de un vínculo social no segregativo. Aun cuando hoy tal cosa resulte extraña, e impresione como mera declaración de principios, no debe ignorarse que tal como Roberto Esposito lo plantea al rastrear el sentido etimológico del término “comunidad” en su libro Communitas – Origen y destino de la comunidad, “communitas es el conjunto de personas a las que une, no una propiedad, sino justamente un deber o una deuda”[20]. Que los hombres sean acomunados sólo y exclusivamente por una obligación, y que la comunidad coincida con la carencia de propiedad de quienes la componen, cuestiona el hecho de que en este campo semántico tenga lugar la existencia de diversas comunidades, ya que no habría atributo positivo que diferenciase unas de otras. Al mismo tiempo que se disolvería irremediablemente toda pretensión de pureza de la comunidad (pretensión cuyas consecuencias nefastas se vivieron con el decaimiento de las categorías histórico conceptuales de la modernidad), ya que la pureza sólo es pensable en función de un atributo positivo, no contaminado por otro. Sólo habría comunidad en su absoluta impropiedad. Freud se percató de esto, por eso en su trabajo “Moisés y la religión monoteísta” escrito en los años de ascenso del nazismo, afirmando el origen impropio del pueblo judío, afirmó al mismo tiempo la impropiedad del origen, ya que así como el primer Moisés era egipcio, el “padre” de un pueblo nunca puede ser hijo de ese pueblo[21].

Suele entenderse que lo que cohesiona a una comunidad - y no habría comunidad sin su cohesión – es aquello que tienen sus integrantes como la posesión más propia. Se pasa entonces a pensar que lo que hay de “más común” es lo más propio” de cada uno. Ahora bien, si partiésemos de la propuesta de Winnicott, y concibiésemos al espacio transicional como la base del agrupamiento humano, y por lo tanto, de lo que “acomuna”, hallaríamos una propuesta con resonancias de aquel sentido de “comunidad” que se extrae del rastreo etimológico del término. Esto, siempre y cuando se acentúe la lógica paradojal constituyente de lo transicional. En tanto esta lógica implica el carácter indecidible de lo que allí se presente, se torna refractaria a cualquier intento de localización de una posesión estable y estabilizada, ya sea que se quiera nombrar a ésta como raza, nación, territorio, o cualquier otro rasgo de afiliación. Resurge la imposibilidad taxativa de pureza de lo que produce el agrupamiento humano. Por supuesto que no es indiferente que a su vez el “sentimiento de estar vivo” sea solidario del sostenimiento del espacio transicional. Aquél reviste lo que para Winnicott es expresión de la potencialidad creadora de la vida, en oposición excluyente al sentimiento de futilidad emanado del “Falso self”. Este último entendido como organización defensiva que oculta al Verdadero self, en intensidades distintas y proporcionales a los fracasos ambientales sufridos por el yo.

Siguiendo a Winnicott establecemos que lo humano es aquella condición creativa, inherente a la vida y a su espontaneidad, que define al Verdadero self del yo. Por lo tanto el campo de concentración es el dispositivo específicamente estructurado para su anulación. En tal sentido la crueldad no es su atributo principal sino el experimento. Cuentan que Joseph Mengele vino a la Argentina trayendo entre sus cosas muestras orgánicas tomadas de hombres homosexuales en campos de concentración, para ser utilizadas en un laboratorio radicado en nuestro país con el objetivo de hallar un fármaco que cure esa “enfermedad”. En tal sentido poner el microscopio en la sustancia humana es lógicamente anterior a “machacarla” (como decía Rodolfo Walsh), en la conformación de este dispositivo. Ponerlo sobre el “musulmán” (nombre recibido por los deportados quebrados en la jerga de los campos de concentración) sirve para escudriñar el paso del hombre al infrahombre. O a la nuda vida, como la llama Agamben. Ningún compañero lo sorprenderá mirándolo, haciéndole sentir vergüenza; solo está para la mirada absoluta del experimentador. Es un ejemplar cuyo hábitat es la moral fundada en la obediencia absoluta. Por eso puede ser que sienta culpa, porque pese a su condición de infrahombre no logra dejar definitivamente la humanidad para transformase plenamente en sustancia de investigación. Aunque sean muy distintas las razones que llevan al ambiente a producir consecuencias relativas al cercenamiento de la creatividad, Bruno Bettelheim (quien conocía los campos de concentración) señala la equivalencia de magnitudes entre el que produce el campo de concentración y aquel del cual surge el autismo infantil. Lo dice en estos términos: “Lo que era para el prisionero la realidad exterior, es para el niño autista la realidad interior. Ambos, por razones diversas, acaban por tener una experiencia análoga del mundo”[22]. Podemos poner ambos casos como extremos en la segregación de humanidad, compartiendo el mismo extremismo con los procedimientos clínicos y/o pedagógicos que buscan la respuesta adaptada del niño autista a los estímulos inyectados desde un ambiente omnipotente,
En cambio como extremo de un vínculo fundado entre un afuera y un adentro, está la sutil vergüenza de descubrir el cuerpo del otro en el amor.



[1] David Warjach

Yatay 746 piso 7 depto "A". CABA
TE (011)48639097 cel 1531553134
dwarjach@gmail.com
Docente de la Cátedra I de "Psicoanálisis: Escuela Inglesa" de la Facultad de Psicología de la UBA
Coordinador del CPA de Morón, dependiente de la Subsecretaría de Atención a las Adicciones del Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires
[2] Diego Zerba
Cesar Díaz 2362. CABA.
TE (011)4582 5152 cel 1563663148
dzerba@fibertel.com.ar
Profesor Adjunto de la cátedra I de “Psicoanálisis Freud” y Docente de la Cátedra I de “Psicoanálisis Escuela Inglesa” de la Facultad de Psicología de la UBA. Profesor Adjunto Regular de la Materia “Psicología” del Ciclo Básico Común de la UBA.
[3] Jaques Lacan,: El reverso del psicoanálisis, Paidós, , Buenos Aires , 1992, p. 192.
[4] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras Completas, tomo XVIII, Amorrortu, Buenos Aires, 1976.
[5] Primo Levi, La tregua, El Aleph, Buenos Aires, 1986.
[6] Primo Levi, Los hundidos y los salvados, El Aleph, Buenos Aires, 1986.
[7] Giorgio Agamben,. Lo que queda de Auschwitz, Edit PRE-TEXTOS, Madrid, 2000, p.. 108
[8] Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Edit PRE-TEXTOS, Madrid, 2000, p, 135
[9] Jacques Lacan, Lo cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barcelona, Barral, 1977, p. 84.
[10] Gabriela Carrasco Bax – Diego Zerba, Prevención temprana de un fracaso ambiental, en libro en preparación con título a confirmar, JVE, Buenos Aires, 2009.
[11] Winnicott, D. (197 La integración del ego, en El proceso de maduración en el niño, Laia, Barcelona, 1979, p. 72.
[12] Donald Winnicott, La capacidad de estar a solas, en El proceso de maduración en el niño, Laia Barcelona, 1979, p. 33.
[13] David Warjach, Winnicott: una clínica que lleva nombre, en Lecturas de Winnicott, Lugar, Buenos Aires, 1996, p. 35.
[14] Sigmund Freud, La negación, en Obras Completas, tomo XIX, Amorrortu, Buenos Aires, 1979.
[15] Deborah Flescher plantea claramente la cuestión en estos términos: “Según la concepción de Winnicott, el ser humano tiene la posibilidad de transitar desde la dependencia absoluta del medio ambiente a una independencia relativa, desde la subjetividad total no organizada a un mundo compartido”. Deborah Flescher, Winnicott y los efectos terapéuticos rápidos, en Lo que la Escuela Inglesa de psicoanálisis enseña, JVE, Buenos Aires, 2008, p. 208.
[16] Donald Winnicott, Realidad y juego, Gedisa, Barcelona, 1986, p. 71.
[17] Donald Winnicott, ídem
[18] Donald Winnicott, ídem, p. 72.
[19] Donald Winnicott, La capacidad para estar a solas, en El proceso de maduración en niño, ídem, p. 33.
[20] Roberto Espósito, Communitas – Origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, p. 29
[21] Sigmund Freud, Moisés y la religión monoteísta, en Obras Completas, tomo XXIII, Amorrortu, Buenos Aires, 1980.
[22] Bruno Bettelheim, La fortaleza vuota, Garzanti, Milano, 1996, p. 46.