lunes, 21 de abril de 2014

La gavilla de zombies asesinos y consumidores


“El único mito moderno es el mito de los zombies”               Gilles Deleuze

Freud calificó a la comunidad humana como una gavilla de asesinos reunidos en torno a ciertos acuerdos mínimos, con el fin de sostener algún nivel de convivencia. El aparato psíquico nace como consecuencia de esta cesión de satisfacción negociada: es el resultado  de la colonización de un cuerpo a manos del lenguaje. Tras la conciencia moral que atempera y encauza los impulsos queda velada, entonces, nuestra condición de meros objetos. Todo el campo de la experiencia está al servicio de negar y rechazar esta excepción ominosa que sin embargo compartimos. Así, la represión primaria es la condición de la palabra. Luego, pacto mediante, emergen algunas realidades como la moral, la justicia, y sobre todo el amor, esa llave que nos habilita para acceder al punto más alto de nuestra condición humana: la sublimación. Por ejemplo, las Madres de Plaza de Mayo constituyen un acontecimiento en la historia argentina porque su discurso, lejos de corromperse con la indignidad de la reconciliación y el olvido, atravesó el odio al protagonizar una inigualable gesta por la memoria y la justicia. Así, elevar el objeto a la dignidad de Cosa[1] es también hacer de un pañuelo un símbolo excepcional, un vacío propicio para el advenimiento de Otra Cosa.

La excepción mal-dita

Sin embargo, en el mismo país que alumbró esta cumbre ética, irrumpen zarpazos de aquel real oscuro, marca indeleble de nuestra condición de seres hablantes. Por ejemplo, desde hace pocas semanas algunos compatriotas –supuestamente incluidos dentro de esa difusa categoría denominada gente honesta- han actualizado el aserto freudiano: no somos más que una gavilla de asesinos. En efecto, aquel odio olvidado tras las barreras de la represión compartida, ha emergido bajo la figura de los linchamientos. A trazos gruesos se trata de lo siguiente: varios anónimos se ponen de acuerdo para golpear a un semejante hasta destrozarle los órganos vitales y matarlo. El entusiasmo es tan llamativo como contagioso, basta una señal para que una estampida de voluntarios se haga presente en el convite.  La conciencia moral se cortocircuita y se liberan los impulsos, tal como refiere Freud al describir los resortes subjetivos que componen la fiesta totémica.  Vale destacar que no hay lazo social entre los miembros de la horda victimaria. La condición anónima que los distingue hace imposible el testimonio compartido o la transmisión de la experiencia. El acto criminal queda encriptado en el sórdido encierro de la individualidad. 
No obstante, a falta del testimonio responsable aparece la sistematización industrializada de un delirio compartido. Esto es: programas de televisión, notas de opinión y columnas radiales dedicadas a comentar -en plena vigencia del estado de derecho- si está bien o mal matar a un semejante. Meros artilugios semánticos para disfrazar el espasmo ominoso de la segregación. Se invierte así la ecuación de la sublimación: al reducir una persona a la mera condición de objeto, se deposita en una excepción –el motochorro, por ejemplo-  la alteridad radical que nos habita. De esta manera, el semejante se constituye como el espejo de nuestros más oscuros aspectos, eso que el lenguaje falló en simbolizar: una excepción mal-dita. Forcluido el vacío que propiciaba la sublimación, la violencia aparece como el único destino posible del impulso.
En su texto titulado La indignidad del estado terrorista argentino Osvaldo Delgado afirma: “Los seres humanos, tanto en forma individual como colectiva, no aceptan, rechazan sus propios aspectos oscuros, sus partes malditas, como las llamaba Bataille. ¿Cómo se defienden de esto? Pues, se lo atribuyen a otro u otros. El odio hacia sus aspectos oscuros lo desplazan hacia el exterior. Además, como el otro, siempre tiene un modo de satisfacción diferente al propio, esa extranjería es tomada como hostil. Tomar lo diferente, lo extranjero, “lo que no es como uno”, como enemigo, es el fundamento de la segregación en todas sus formas. Atacar a lo extranjero, odiando lo oscuro propio, desplazado a otro, u otros, le permite a las personas creer tener una imagen unificada y bella de sí misma”[2].
Así, lejos de aportar bienestar, confianza o solidaridad, la lógica del linchamiento introduce en la convivencia  una suerte de ansia paranoica. Es que, habida cuenta de que cualquier vecino puede convertirse en asesino, aparece la dimensión de lo siniestro,  eso familiar que –tal como Freud refiere- se vuelve extraño. A la luz de esta perspectiva que introduce el deterioro del lazo social en el propio barrio o edificio, se abre un horizonte de análisis para abordar crímenes como el de Angeles Rawson, la adolescente muerta a manos del encargado que la vio crecer desde que era una niña.  

El estado de excepción

A partir de la figura del “Homo sacer” -es decir del hombre reducido a su mera condición de viviente, sin derechos ni dignidad simbólica-, Giorgo Agamben describe el denominado estado de excepción. Se trata de una figura jurídica contemplada en el derecho romano, de la que se echaba mano con la excusa de preservar la supervivencia del estado. La condición a la que el terrorismo de estado redujo a las personas durante la dictadura cívico militar que asoló a nuestro país, se asimila al  estado de excepción. De la misma forma que la cárcel de Guantánamo, en la que Estados Unidos mantiene prisioneros sin amparo jurídico alguno, representa una suerte de terrorismo de estado a nivel globalizado. No en vano, en su tesis sobre los genocidios, Daniel Feierstein[3] propone considerar que la eliminación sistemática de personas a lo largo de la historia siempre se ha presentado bajo la forma de procesos de reorganización nacional.
Ahora bien, en un estado de derecho: ¿Cómo pensar la loca irrupción que en cuestión de segundos transforma a “un ciudadano de bien” en un anónimo criminal?  Al respecto, se haría oportuno interrogar el éxito que en la actualidad cosechan series como Breaking Bad, esa saga en la que un respetable padre de familia se transforma en un inescrupuloso narcotraficante, con tal de legar a sus herederos algún dinero antes de morir.  Bien podríamos considerar que el protagonista no es más que un neurótico, al que la cercanía de la muerte le trastoca los tantos en la grilla de su conciencia moral. Al fin y al cabo, El Padrino de Coppola también era un padre que decía cuidar a su familia. Sin embargo, quizás, en la irrupción de la gavilla linchadora medie otro sustantivo factor. La amenaza del robo de un celular, de una cartera o de un attaché no parece asemejarse al terror que insufla el terrorismo de estado, la inminencia de la muerte o la amenaza de la exclusión ¿Qué loca dimensión aparece en esta horda justiciera compuesta por ciudadanos honestos pero asesinos?

El discurso de la seguridad

En su texto Cómo la obsesión por la seguridad hace mutar la democracia[4], Giorgio Agamben observa: “Los procedimientos de excepción se dirigen contra una amenaza inmediata y real que debe ser eliminada mediante la suspensión por un tiempo limitado de las garantías legales; las "razones de seguridad" de las que se habla hoy en día constituyen, al contrario, una técnica de gobierno normal y permanente”. De esta manera el filósofo describe un paradigma de poder que se sirve del discurso de la seguridad con el objetivo puesto “no ya en la prevención de problemas y desastres, sino en la capacidad de canalizarlos en una dirección útil”. Y luego destaca:
“Hay que valorar el alcance filosófico de esta inversión que trastoca la tradicional relación jerárquica entre las causas y los efectos: porque de nada sirve o en todo caso es costoso gobernar las causas, es mucho más útil y seguro gobernar los efectos. La importancia de este axioma no es despreciable: (…) Es igualmente lo que permite comprender la convergencia por otra parte misteriosa entre un liberalismo absoluto en economía y un control de seguridad sin precedentes.” (Ecuación que por cierto en nuestro país hoy cuenta con notables predicadores).
Al indagar la naturaleza de esta “utilidad” citada por Agamben, bien podemos convenir en que el laissez faire propio del liberalismo económico consiente -o incluso incentiva- el delito, con el fin de exacerbar la fetichista atracción que la mercancía ejerce sobre las personas. Así, la estigmatización que algunos discursos desarrollan contra las capas más vulnerables de la sociedad sería funcional al consumo, la fascinación por las marcas y la ilusión de una satisfacción permanente. O sea: el miedo, el odio y la segregación como condiciones de goce para el sujeto propietario.
Hasta aquí, se insinúa una maniobra de tono neurótico, es decir: mucho más allá del valor de uso de un bien, lo que cuenta a la hora de la satisfacción libidinal consiste en poseer aquello de lo que el semejante carece, estrategia fácilmente palpable en el fenómeno de la moda o los consejos con que la publicidad agita el ansia consumista:  “no te quedes afuera”, “seguí la manada”, etc.  Sin embargo, el pasaje al acto asesino -ejercido por personas que no se asumen como criminales o delincuentes-, amerita una vuelta más en el análisis. En efecto ¿cómo pensar este delirio por la seguridad y el control que empuja al liso y llano exterminio del semejante?

La cosificación del sujeto de consumo

Al comentar el derrumbe del universo religioso correlativo al advenimiento del capitalismo, Slavoj Zizek[5] señala que, junto con un desplazamiento del valor de uso de las cosas a su valor de cambio, se suscita un deslizamiento en las creencias. Ahora, son las cosas las que creen por nosotros. De esta manera, al formular que los gadgets - esos objetos de consumo con que el neurótico acalla su angustia- creen por nosotros, Zizek insiste en el lugar de fetiche al que un sujeto queda fijado por las significaciones gestadas desde un inquietante poder otorgado a las cosas.
O sea, para decirlo todo: en virtud del delirio de seguridad que los medios nos instilan en forma cotidiana, terminamos matando gente por un celular, una cartera o un attaché. Lejos del vacío que propicia la sublimación, el individuo del consumo, el sujeto agente que Lacan propuso en su discurso capitalista para describir el empuje a gozar que gobierna nuestros pasos, es hoy –bajo la lógica del linchamiento- un puro reflejo del zombie.

Los zombies

Los zombies constituyen una recreación monstruosa del límite entre la vida y la muerte, seres encarnados en cuerpos sin deseo que caminan, gesticulan y actúan gobernadas por una voluntad mortífera. El mundo de los zombies no tiene afueras, no hay fantasía, metáfora, ilusiones ni sueños, solo una mirada ausente que refleja nuestros más terribles fantasmas. Heredero de la represión colonial haitiana, la figura del zombie adquirió carta de ciudadanía en el siglo XX merced a los films de Georg Romero, cuyas sagas recrearon la insensibilidad y el automatismo de las sociedades embarcadas en la vorágine consumista. Tanto que el filósofo Gilles Deleuze llegó a afirmar que el único mito moderno es el mito de los zombies. Hoy el término ya se ha incorporado al lenguaje cotidiano y se emplea para designar a quien se muestra distraído, ausente o desorientado.
Daniel Korinfeld, Daniel Levy y Sergio Rascovan expresan: “Lo que llamamos narrativa zombie parece ser un concentrado de ciertos fantasmas contemporáneos; con frecuencia algunos de esos fantasmas sociales toman como objeto a jóvenes, lo cual contrasta con la idealización y fascinación que la juventud y lo joven producen hoy en el mundo adulto. (…) Hay que encerrarse y protegerse, porque cualquier caminante, el otro, el vecino, el familiar, puede ser quien próximamente nos asesine. El familiar, lo familiar, se puede convertir en extraño rápidamente. Ese otro, convertido en extraño aterrorizante, nos amenaza, nos va a atacar y contagiar, nos va a contaminar y a convertir en aquello que tememos. (…) El vecino, incluso el familiar una vez deshumanizado, podrá ser nuestra próxima víctima, recibirá un disparo certero en su cabeza y eso estará plenamente justificado por el nuevo estado de las cosas”[6].
Para concluir, hace cien años Freud decía: “Así, también nosotros, si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos. Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales; bajo el fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, hace tiempo que la humanidad se habría ido a pique, incluso los mejores y más sabios entre los hombres, y las mujeres más hermosas y encantadoras”[7].
¿Será que en el siglo XXI la gavilla -compuesta por zombies consumidores, honestos, anónimos y asesinos-, ha pasado al acto? Por lo pronto, pareciera que la batalla ética a la que la época nos convoca consiste en preservar el vacío de la palabra, allí donde el mundo siempre encuentra un afuera donde respirar de la loca demanda del zombie.


 Sergio Zabalza





[1] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 7, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1998, clase 10 del 3 de febrero de 1960. 
[2] Texto incluido en  Consecuencias subjetivas del terrorismo de estado, de próxima publicación en Editorial Grama  (Autores varios).
[3] Citado en Osvaldo Delgado, op. cit.
[4] Girgio Agamben, Le Monde diplomatique, marzo 2014.
[5], Slavoj Zizek: “La comedia política de la encarnación”, conferencia pronunciada en Buenos Aires con motivo del lanzamiento de su  libro El Títere y el Enano. El núcleo perverso del cristianismo. 3 de mayo de 2005.
[6] Daniel Korinfeld, Daniel Levy y Sergio Rascovan , Entre adolescentes y adultos en la escuela. Puntuaciones de época Editorial Paidós. . Fragmento publicado en
[7] Sigmund Freud, De guerra y muerte, en Obras Completas, A. E. tomo 14, p.298. 

lunes, 10 de marzo de 2014

¿Cuánto valgo?

El autor distingue entre cuatro modalidades de autoestima: cuando la autoestima es alta y estable, el sujeto “no necesita defenderla”, ya que su autoestima “se defiende sola”. Cuando es alta pero inestable, el sujeto “percibe como amenazas las críticas y fracasos”. Cuando es baja e inestable, está siempre “a la espera de acontecimientos exteriores que la puedan elevar”. Y cuando es establemente baja, “se dedica a cuidar ese poco que le queda, antes que a desplegarse en busca de más”.
 Por Luis Hornstein *

La autoestima es un estuario turbulento. De muchos ríos: la infancia, las realizaciones, la trama de relaciones significativas, pero también los proyectos (individuales y colectivos) que desde el futuro nutren el presente. La hacen fluctuar la sensación (real o fantaseada) de ser estimado o rechazado por los demás; el modo en que el ideal del yo evalúa la distancia entre las aspiraciones y los logros. La elevan la satisfacción pulsional aceptable para el ideal y la sublimación. También la imagen de un cuerpo saludable y suficientemente estético. Intentan socavarla, simultáneamente, la pérdida de fuentes de amor, las presiones superyoicas desmesuradas, la incapacidad de satisfacer las expectativas del ideal del yo. Sin olvidar las enfermedades y los cambios corporales indeseados. La autoestima es lo que pienso y siento sobre mí mismo, no lo que piensan o sienten otras personas acerca de mí. Aunque mi familia, mi pareja y mis amigos me amen o me admiren, yo puedo sentirme insignificante. Puedo ofrecer una imagen de seguridad y aplomo y aun así temblar por sentirme inadecuado. Puedo satisfacer expectativas de otros y aun así sentirme un fracasado. El síndrome del impostor es crónico en personas con baja autoestima que piensan que no merecen el reconocimiento logrado. Para ellas, la verdad es otra y en algún momento saldrá a la luz. ¿Quién soy? ¿Cuáles son mis cualidades? ¿Cuáles son mis éxitos y mis fracasos, mis habilidades y mis limitaciones? ¿Cuánto valgo para mí y para la gente que me importa? ¿Merezco el afecto, el amor y respeto de los demás? ¿Estoy trabajando bien? ¿Descuidé a mis personas queridas? ¿Mi vida es acorde con mis valores? Para cada uno hay un entramado de proyectos que son com-partidos o compartibles y que implican el reconocimiento del otro. Ese entramado está siempre renovándose y de él deriva la autoestima. Como los proyectos son muchos y los reconocimientos difieren, es posible tener una buena autoestima en el terreno intelectual y una frágil en lo afectivo. Es difícil que fracasos y logros no irradien sobre otros sectores. Las bases de la autoestima se establecen en la infancia, pero la autoestima va variando en las otras etapas de la vida. Incluso en una misma etapa, puede ser más o menos alta, más o menos estable. La autoestima es alimentada desde el exterior.
Se podrían comparar las estrategias de inversión con las que usamos para la autoestima. La cantidad y calidad del amor recibido durante nuestros primeros años constituye un capital inicial. Los “grandes inversores”, que disponen de un importante capital de salida, realizan inversiones que suponen cierto riesgo, pero que pueden generar muchos beneficios. Los “pequeños ahorristas” temen perder lo poco que poseen si corren riesgos; invierten con prudencia. De ese modo, sus beneficios están a la altura del riesgo: son bajos. Aplicado a la autoestima, este modelo “financiero” permite, especialmente, comprender por qué las personas con alta y baja autoestima utilizan estrategias distintas. Las primeras tienen una actitud más audaz ante la existencia: corren más riesgos y toman más iniciativas, y por ello obtienen mayores beneficios. Los segundos, en cambio, son más precavidos y prudentes: se muestran reticentes a correr riesgos.
Distingo cuatro modalidades de autoestima, teniendo en cuenta su nivel y estabilidad: alta y estable, alta e inestable, baja e inestable, baja y estable.
Cuando la autoestima es alta y estable, las circunstancias exteriores y los acontecimientos de vida corrientes tienen poca influencia sobre la autoestima. El individuo no consagra mucho tiempo ni energía a la defensa o la promoción de su imagen. No necesita defenderla. Su imagen se defiende sola. La excesiva confianza en el propio valor y eficacia podría hacerlo más vulnerable a los peligros si no reconoce límites y rechaza cierta información.
La autoestima también puede ser alta pero inestable. Aunque elevada, la autoestima de estas personas padece grandes altibajos. Perciben como amenazas las críticas y fracasos. Siempre están pendientes de desafíos o del reconocimiento de los otros. Luchan denodadamente para destacarse, dominar, hacerse querer o admirar. La imagen les reluce, pero no es oro. Cuando se empaña un poco, asoma una inquietante vulnerabilidad. Este perfil es la base de diversos sufrimientos: ira incontrolable, abuso del alcohol y drogas, adicción al trabajo, depresiones, colapsos narcisistas. El éxito es postizo cuando se siente como una prótesis, cuando implica desgaste emocional, ansiedad excesiva y riesgo depresivo. Un sentimiento de fragilidad los inquieta ante las agresiones (reales o imaginarias), por lo que abunda la tentación de huir hacia adelante, de brillar para no dudar.
La autoestima baja e inestable es vulnerable, a la espera de acontecimientos exteriores que la puedan elevar. Ese sentimiento es frágil y se resiente cuando surgen dificultades. Pagan tributo al juicio de los otros. Su temor a engañarse o engañar a los demás los expone a dudas. La vivencia de impostura transforma los aplausos en dudas constantes acerca del mérito real. Son indecisos por temor a equivocarse. Padecen de una ansiedad permanente en el cumplimiento de sus tareas que los expone a estados depresivos a pesar de “éxitos” notables. Su incomodidad ante el éxito se basa en la contradicción entre la idea que tienen de sí mismos y la mirada de los otros.
Cuando la autoestima es baja y estable, las personas se dedican más a cuidar ese poco que les queda que a desplegarse en busca de más; en otras palabras, más a prevenir fracasos que a intentar un logro. Niños criados en hogares demasiado tristes, caóticos o negligentes probablemente serán adultos con una visión derrotista, que no esperarán ningún estímulo o interés de los otros. Este riesgo es mayor para los hijos de padres ineptos (inmaduros, consumidores de drogas, deprimidos o carentes de objetivos). La autoestima se ve así poco afectada por los acontecimientos exteriores favorables. Están resignados y hacen pocos esfuerzos para valorarse a sus propios ojos o a los de los demás. Si no se sienten queridos, tenderán a replegarse en lugar de renovar vínculos sociales satisfactorios. Si creen haber fracasado, tenderán al autorreproche y a paralizarse. En personas con baja autoestima predominan sufrimientos vinculados con emociones negativas (vergüenza, cólera, inquietud, tristeza, envidia) y padecen de un sentimiento de vulnerabilidad al sentirse amenazadas por las vicisitudes de la vida cotidiana.
Los sujetos con autoestima equilibrada soportan una evaluación, mientras que los de baja exigen aprobación. No se trata de miedo al fracaso, sino de alergia al fracaso. Cuando la autoestima es baja, disminuye la resistencia frente a las adversidades y las personas se atascan en escollos superables. Los déficit en la autoestima no suponen incapacidad para logros, ya que se puede tener el talento y empuje necesarios para conseguirlos. Sin embargo, una baja autoestima disminuye la capacidad de alegrarse con sus logros, que siempre serán vivenciados como insuficientes. Prefieren tener un lugarcito asegurado en un grupo poco valorizado socialmente a esforzarse para defender un lugar en un grupo competitivo. Están dispuestos a compartir los éxitos grupales y encuentran allí la seguridad de una dilución de las responsabilidades si las cosas terminan mal.
Una baja autoestima, sin embargo, tiene aspectos beneficiosos porque admite puntos de vista diferentes de los propios. Por el contrario, una elevada autoestima puede hacer que el sujeto no escuche las informaciones del entorno; y si bien soportan mejor los fracasos, los atribuyen a causas ajenas a ellos mismos. Para evitar cuestionamientos, suelen rodearse de halagadores, lo que fomenta actitudes omnipotentes.
La autoestima necesita estrategias de sostenimiento, desarrollo y protección. Algunos necesitan enormes esfuerzos para protegerla: negación de la realidad, huida o evasión, agresividad hacia los demás. Sacrifican mucho de la calidad de vida y se torturan ante exigencias por expectativas propias y ajenas. ¿Cómo sobreponerse al temor y afrontar lo nuevo? Entrenándose con frustraciones que no los tumben y con gratificaciones que los compensen, aunque no sean inmediatas, aunque sean promesas. Las personas autoevalúan su habilidad en la ejecución de tareas, su concordancia con los patrones éticos y estéticos, la forma en que otros las aman o aceptan y el grado de poder que ejercen.
* Texto extractado del trabajo “Sufrimientos y algo más”, incluido en el libro Los sufrimientos. 10 psicoanalistas-10 enfoques, de Hugo Lerner (comp.).
Nota de Pagina 12

lunes, 24 de febrero de 2014

El cuerpo según Lacan

Psicoanálisis. En un congreso lacaniano se discutió el papel del cuerpo como territorio de encuentros, conflictos y goces en el mundo real y en el virtual.

Un cuerpo puede convertirse en un territorio inefable, peligroso, inconstante. Y en estos tiempos, en los que la función paterna está en crisis, poseer el propio no es tarea sencilla y son vastos los ejemplos que dan cuenta de las múltiples formas, muchas signadas por la fascinación a la violencia extrema, por las que intentamos hacernos de uno: “cuerpos que se atiborran de comida de manera compulsiva para sostenerse; que se cortan para sentir o se golpean para no sentir; que se mutilan para desprenderse del falo como significante, otros donde los cosmetizan para recuperar el brillo fálico. Unos donde el tatuaje construye un cuerpo; otros en los que en lugar de un cuerpo se constituye un borde”. Así resuenan las palabras del psicoanalista Patricio Alvarez en la presentación del VI Enapol, el Encuentro Americano de Psicoanálisis de la Orientación Lacaniana, llevado a cabo recientemente en el Hotel Panamericano bajo un tema de inmensa actualidad, no sólo para el campo psicoanalítico: “Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real”.
Esta particular denominación del Encuentro resuena inquietante y hace referencia a una frase que se desprende del texto La Tercera de Jacques Lacan: lo real, aquella dimensión que escapa a lo simbólico, se encabritará (se desbocará) ante los avances de la ciencia y será misión del analista hacerle frente.
Y es que en la sociedad contemporánea, signada por la falta de reglas y de un universal organizador “los cuerpos son librados más bien a sí mismos, librados a la ley del goce, ante la pérdida del significante amo que instala sus disciplinas de marcación y educación”, en palabras del reconocido psicoanalista francés Eric Laurent, uno de los fundadores de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de los referentes internacionales, además del español Miguel Bassols y el brasileño Sergio Laia, que participaron como disertadores en estas intensas jornadas del 22 y 23 de noviembre pasado. Hubo conferencias y mesas redondas, con debates e intercambios de ideas entre los más de 1.600 inscriptos (profesionales oriundos de Brasil, Chile, México, Perú, Ecuador, Venezuela y Bolivia); se expusieron 300 casos y 14 conversaciones clínicas centradas en las investigaciones promovidas por las escuelas de Brasil (EBP) y Centroamérica (NEL), con la presencia también de especialistas chilenos y uruguayos.
De manera simultánea y distribuidos en diferentes salones del hotel, los grupos de trabajo, abordaron con avidez tópicos como “el uso del cuerpo en los autistas”, “el niño amo”, “la construcción del cuerpo infantil”, “tatuajes”, “sexualidades”, “cambio de sexo”, “el cuerpo cosmético”, “mutilaciones”, “cuerpo de mujer”, “cortes”, “melancolías”,“histeria”, “trauma”, “tiempo”, “bulimia y obesidad” o “el cuerpo y la genética”, sólo por recorrer algunos de los temas que conforman el entramado de nuestros cuerpos presentes y conquistados. “Habitados por ese real incomprensible y que –destaca Ricardo Seldes, presidente del Enapol– agazapados en el síntoma, suelen hablar de manera muy silenciosa en un escenario en el que pareciera que la tristeza no es tolerable y en el que cualquier insatisfacción pretende ser borrada”. En momentos en los que el ‘I like’ de facebook reduce los goces de cada uno de nosotros a uno sólo. Mesurable, detectable, predecible.
En estos conceptos también se detuvo Laurent, al retomar la polémica que rodeó la publicación de la quinta edición del DSM (el manual de trastornos mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría), criticado por ser un compendio excesivamente costoso, rígido y anclado en una lógica positivista. “A medida que el mundo se globaliza se tiende a medicalizar toda diferencia, a normalizar a partir de la medicalización. La homogenización de los diagnósticos explicaría el consiguiente crecimiento exponencial de ciertas patologías como la bipolaridad y el autismo. Deberíamos forjar un nuevo paradigma, en el que la anormalidad esté contemplada, ya que todos somos un poco excéntricos a toda categoría”.
Ante el empecinamiento de aplastar, amalgamar y corregir cualquier particularidad, el analista deberá entonces enfrentarnos a nuestra singularidad, incluso a partir de la lectura del síntoma que hace cuerpo. “El psicoanalista se instala como un sostén, un lazo capaz de afirmar al paciente que busca hacer pie en un mundo desarticulado y de relaciones liquidas”, apunta la licenciada Alicia Arenas, en tanto Jorge Forbes, acentúa que “lo real en cada uno no está en el mundo y que, aun ante un horizonte complejo, somos responsables, en nuestra condición de sujetos, como ya lo decía Lacan”. La ecuatoriana Piedad Ortega de Spurrier apuesta a la necesidad de los especialistas de pensar la inscripción del goce fijado en el cuerpo; de evocar un nuevo uso del significante más cerca del vacío: “Sabiendo que las palabras tienen una carga de goce, la experiencia analítica debería orientarse a que se produzca esa reducción a lo insoluble, ya que en el campo del goce existe un trozo indominable para cualquier empresa de dominio”.

Revista Ñ - 19/02/2014

lunes, 27 de mayo de 2013

Japón: El retorno hacia el futuro

Primera mirada

Lo que, en una primera mirada, salta a la vista en el Japón es que el Nombre-del-padre parece existir como función. En el país del sol naciente, las mujeres se parecen a las mujeres (a la vez femeninas y elegantes, aunque estén muy a la moda o en kimono tradicional) y los hombres más frecuentemente a los hombres (con un pronunciado gusto por el uso del saco y la corbata). Escolares, colegiales y bachilleres llevan adorables uniformes (blazer con faldas plisadas para las muchachas, blazer y pantalones para los muchachos). La imagen de los cuerpos da así al gaijin, al extranjero, el sentimiento de un viaje en el tiempo – ese tiempo que los de menos de veinte años (y algunos otros) no pudieron conocer…
Esta repetición imaginaria de los sexos va hasta alojarse en el timbre de las voces: el de las mujeres es sorprendentemente agudo – evocando de buena gana la de Sylvia Bataille en Une partie de champagne – mientras que el de los hombres es, frecuentemente, mas grave.

Avanzar enmascarado

Según un estudio reciente del gobierno, el porcentaje de solteros, en efecto, ha aumentado en estos últimos años. Pero si la vida en pareja es difícil, la soledad no es menos pesada, sin embargo.
Esos a los que les falta afecto están, por ejemplo, invitados a frecuentar bares para chatear, especies de cafés en los cuales se puede beber una copa acariciando a uno o varios felinos, según el humor del momento. Es esa una manera de aislarse suavemente, por un momento al menos, de la comunidad de los hombres sin renunciar sin embargo, totalmente, a la de los vivos. Y si no existe bar de perros en Japón, apuntemos que no es raro encontrar perros japoneses vestidos de pies a cabeza (y a veces con gran estilo, convengámoslo), paseados incluso en los cochecitos. Entonces, hay allí entre los humanos y algunos animales una relación que presta a confusión.

Aislados

El Japón está golpeado por un mal invisible, del que el barrio de Tokio apodado "La ciudad eléctrica" (Akihabara Denki Gai) da una idea. Los jóvenes - hombres esencialmente y aquellos mas bien desocupados - se reúnen entre ellos para jugar solos a los juegos de vídeo y en las maquinas tragamonedas (las famosas Pachinko) que se les ofrecen en millares repartidas en los megastores de varios pisos. Un barrio de la capital  está pues dedicado a los geeks, y son un buen número... Atrapados por las pantallas - verdaderos atrapa-miradas -e hipnotizados por el sonido lancinante de las máquinas, esos otaku (apasionados por mangas, animaciones o juegos de todos los géneros) dejan imaginar lo que es la vida de aquellos que han renunciado a la sociedad de los hombres, aquellos a los que se les llama aquí púdicamente los hikikomori (los aislados), y que viven tan recluidos en su habitación que nadie los ve, ni el turista que va de juerga más que sus propios padres.

En el país de Mishima, la vida es entonces tan suave y agradable para aquellos que están de paso así como les parece dolorosa a algunos autóctonos, mas frecuentemente invisibles y sin embargo bien presentes. El goce Uno se fenomenaliza allí, como los solteros célibes - y eso va sin duda a la par - están también allí en cantidad impresionante. 



Anaelle Lebovits – Quenehen
Lacan Cotidiano – Numero 320